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sábado, 28 de marzo de 2009

Mileva Maric y El mito Einstein: ¿Científico o filósofo? ¿Quién era Einstein?

¿Quién no ha admirado a este personaje al que se ha calificado como revolucionario de la ciencia del siglo XX? ¿Quién no lo ha concebido como el célebre pensador de los pelos encrespados que introdujo la relatividad, la variación de la medida de la magnitud temporal según la posición y el movimiento de un observador en un sistema determinado de referencia. La genial innovación científica de Einstein después del mundo newtoniano en que el espacio y tiempo eran factores inalterables y universales y existía un solo continuo espacio-temporal?

¿Quién podría destruir este mito de científico y filósofo humanista? ¿Es que a nadie le ha llamado la atención esa dualidad en que ambas actividades hasta parecen contradecirse?

Pero todo tiene su lógica… Einstein no era uno, no era él un todo. Su historial desde que nació nos indica que podía desembocar perfectamente en un filósofo, como observamos en sus escritos.

Y no, no tenía doble personalidad o personalidad múltiple, sino un cerebro privilegiado y fuera de serie llamado Maleva Maric con la que no sólo convivió sino que la mantuvo toda la vida bajo su servicio hasta esclavizarla, porque sabía perfectamente que para poder llegar con sus fórmulas e ideas geniales ella necesitaba en una época totalmente represiva e incrédula ante lo femenino, un referente masculino; una cabeza visible, quien diera la figura y la cara. Es así como sale a escena el mayor actor representante de científico loco y genial, refugiado en las fórmulas de la Maric y en su correspondencia permanente desde la que le llegaban todos los datos.

El resto era rematado por su equipo de científicos…



¿Era así?


Para comprender esta alianza es necesario conocer su historial, sus vidas, su correspondencia y entonces podemos darnos cuenta que la historia se va haciendo con los nombres que más convienen.


Por lo tanto es lógico que Einstein le diera la mitad del Nobel, dicen que para comprar el divorcio. Esa fue la estúpida excusa, cuando están ahí las cartas de ella que nunca dejaron de llegarle...

O sea que para estas grandes teorías fue necesario un trío: Maleva Malic, aportaba los datos que por sí misma jamás hubiesen visto la luz, Einstein era el referente público y aceptado por el medio científico, además de filósofo con gran cantidad de aportaciones editadas en este ámbito y Elsa, su prima y segunda mujer, quien fue la encargada de cuidarlo sabiendo la enfermedad que venía arrastrando éste desde niño.
De no ser por ello, quizás toda nuestra vida y sociedades hubiesen sido completamente diferentes. Cosas del destino…

Muchos rechazarían esta idea basándose en Madame Curie, pero… ¿No estamos en el mismo caso? ¿Por qué la Curie llegó a tanto? Porque el que debía representarla ante la sociedad se les murió y les falló el invento…
O seguían con ella que era la base de todo desde un principio o se quedaban sin nada.

Más aquí: Mileva Maric y Einstein. Más que un equipo


Aquí tenéis la “Visión del universo” de Einstein.


MI VISIÓN DEL UNIVERSO
Por Albert Einstein


Mi visión del mundo

Curiosa es nuestra situación de hijos de la Tierra. Estamos por una breve visita y no sabemos con qué fin, aunque a veces creemos presentirlo. Ante la vida cotidiana no es necesario reflexionar demasiado: estamos para los demás. Ante todo para aquellos de cuya sonrisa y bienestar depende nuestra felicidad; pero también para tantos desconocidos a cuyo destino nos vincula una simpatía.
Pienso mil veces al día que mi vida externa e interna se basa en el trabajo de otros hombres, vivos o muertos. Siento que debo esforzarme por dar en la misma medida en que he recibido y sigo recibiendo. Me siento inclinado a la sobriedad, oprimido muchas veces por la impresión de necesitar del trabajo de los otros. Pues no me parece que las diferencias de clase puedan justificarse: en última instancia reposan en la fuerza. Y creo que una vida exterior modesta y sin pretensiones es buena para todos en cuerpo y alma.
No creo en absoluto en la libertad del hombre en un sentido filosófico. Actuamos bajo presiones externas y por necesidades internas. La frase de Schopenhauer: "Un hombre puede hacer lo que quiere, pero no puede querer que lo quiere", me bastó desde la juventud. Me ha servido de consuelo, tanto al ver como al sufrir las durezas de la vida, y ha sido para mí una fuente inagotable de tolerancia. Ha aliviado ese sentido de responsabilidad que tantas veces puede volverse demasiado en serio, ni a mí mismo ni a los demás. Así pues, veo la vida con humor.
No tiene sentido preocuparse por el sentido de la existencia propia o ajena desde un punto de vista objetivo. Es cierto que cada hombre tiene ideales que lo orientan. En cuanto a eso, nunca creí que la satisfacción o la felicidad fueran fines absolutos. Es un principio ético que suelo llamar el Ideal de la Piara.
Los ideales que iluminaron y colmaron mi vida desde siempre son: bondad, belleza y verdad. La vida me habría parecido vacía sin la sensación de participar de las opiniones de muchos, sin concentrarme en objetivos siempre inalcanzables tanto en el arte como en la investigación científica. Las banales metas de propiedad, éxito exterior y lujo me parecieron despreciables desde la juventud.
Hay una contradicción entre mi pasión por la justicia social, por la consecución de un compromiso social, y mi completa carencia de necesidad de compañía, de hombres o de comunicaciones humanas. Soy un auténtico solitario. Nunca pertenecía del todo al Estado, a la Patria, al círculo de amigos ni aún a la familia más cercana. Si siempre fui extraño a esos círculos es porque la necesidad de soledad ha ido creciendo con los años.
El que haya un límite en la compenetración con el prójimo se descubre con la experiencia. Aceptarlo es perder parte de la inocencia, de la despreocupación. Pero en cambio otorga independencia frente a opiniones, costumbres y juicios ajenos, y la capacidad de rechazar un equilibrio que se funde sobre bases tan inestables.
Mi ideal político es la democracia. El individuo debe ser respetado en tanto persona. Nadie debería recibir un culto idolátrico. (Siempre me ha parecido una ironía del destino el haber suscitado tanto admiración y respeto inmerecidos. Comprendo que surgen del afán por comprender el par de conceptos que encontré, con mis escasas fuerzas, al cabo de trabajos incesantes. Pero es un afán que muchos no podrán colmar.)
Sé, claro está, que para alcanzar cualquier objetivo hace falta alguien que piense y que disponga. Un responsable. Pero de todos modos hay que buscar la forma de no imponer a dirigentes. Deben ser elegidos.
Los sistemas autocráticos y opresivos degeneraron muy pronto. Pues la violencia atrae a individuos de escasa moral, y es la ley de vida el que a tiranos geniales sucedan verdaderos canallas.
Por eso estuve siempre contra sistemas como los que hoy priman en Italia y Rusia. No debe atribuirse el descrédito de los sistemas democráticos vigentes en la Europa actual a algún fallo en los principios de la democracia, sino a la poca estabilidad de sus gobiernos y al carácter impersonal de las elecciones. Me parece que la solución está en lo que hicieron los Estados Unidos: un presidente elegido por tiempo suficientemente largo, y dotado de los poderes necesarios para asumir toda la responsabilidad. Valoro en cambio en nuestra concepción del funcionamiento de un estado, la creciente protección del individuo en caso de enfermedad o de necesidad materiales.
Para hablar con propiedad, el estado no puede ser lo más importante: lo que es el individuo creador, sensible. La personalidad. Sólo de él sale la creación de lo noble, de lo sublime. Lo masivo permanece indiferente al pensamiento y al sentir.
Con esto paso a hablar del peor engendro que haya salido del espíritu de las masas: el ejército al que odio. Que alguien sea capaz de desfilar muy campante al son de una marcha basta para que merezca todo mi desprecio; pues ha recibido cerebro por error: le basta con la médula espinal. Habría que hacer desaparecer lo antes posible a esa mancha de la civilización. Cómo detesto las hazañas de sus mandos, los actos de violencia sin sentido, y el dichoso patriotismo. Qué cínicas, que despreciables me parecen las guerras. ¡Antes dejarme cortar en pedazos que tomar parte en una acción tan vil!
A pesar de lo cual tengo tan buena opinión de la humanidad, que creo que este fantasma se hubiera desvanecido hace mucho tiempo si no fuera por la corrupción sistemática a que es sometido el recto sentido de los pueblos a través de la escuela y de la prensa, por obra de personas y de instituciones interesadas económica y políticamente en la guerra.
El misterio es lo más hermoso que nos es dado sentir. Es la sensación fundamental, la cuna del arte y de la ciencia verdaderos. Quien no lo conoce, quien no puede asombrarse y maravillarse, está muerto. Sus ojos se han extinguido. Esta experiencia de lo misterioso -aunque mezclada de temor- ha generado también la religión. Pero la verdadera religiosidad es saber de esa Existencia impenetrable para nosotros, saber que hay manifestaciones de la Razón más profunda y de la Belleza más resplandeciente sólo asequibles en su forma más elemental para el intelecto.
En ese sentido, y sólo en éste, pertenezco a los hombres profundamente religiosos. Un Dios que recompense y castigue a seres creados por él mismo que, en otras palabras, tenga una voluntad semejante a la nuestra, me resulta imposible de imaginar. Tampoco quiero ni puedo pensar que el individuo sobreviva a su muerte corporal, que las almas débiles alimentan esos pensamientos por miedo, o por un ridículo egoísmo. A mí me basta con el misterio de la eternidad de la Vida, con el presentimiento y la conciencia de la construcción prodigiosa de lo existente, con la honesta aspiración de comprender hasta la mínima parte de razón que podamos discernir en la obra de la naturaleza.

Del sentido de la vida

¿Cuál es el sentido de nuestra vida, cuál es, sobre todo, el sentido de la vida de todos los vivientes? Tener respuesta a esta pregunta se llama ser religioso. Pregunta: ¿tiene sentido plantearse esa cuestión? Respondo: quien sienta su vida y la de los otros como cosa sin sentido es un desdichado, pero algo más: apenas si merece vivir.
El verdadero valor de un hombre
Se determina según una sola norma: en qué grado y con qué objetivo se ha liberado de su Yo.
De la riqueza
No hay riqueza capaz de hacer progresar a la humanidad, ni aun manejada por alguien que se lo proponga. A concepciones nobles, a nobles acciones, sólo conduce el ejemplo de altas y puras personalidades. El dinero no lleva más que al egoísmo, y conduce irremediablemente al abuso.
¿Podemos imaginar a Moisés, a Jesús, a Gandhi subvencionados por el bolsillo de Carnegie?

Comunidad y personalidad

Al pensar en nuestra vida y trabajo caemos en cuenta de que casi todo lo que hacemos y deseamos está ligado a la existencia de otros hombres. Nuestra manera actuar nos emparenta con los animales sociables. Comemos alimentos elaborados por otros hombres, vestimos ropas confeccionadas por otros hombres, y vivimos en casas construidas por otros hombres. Casi todo lo que sabemos y creemos nos fue trasmitido a través de lenguaje establecido por otros hombres. Sin el lenguaje, nuestro intelecto sería pobre, comparable al de los animales superiores. Así, debemos confesar que si aventajamos a los animales superiores es gracias a nuestra vida en comunidad.
Un individuo aislado al nacer permanecería en un estadio tan primitivo del sentir y del pensar, como difícilmente podamos imaginarlo. Lo que es y lo que significa el individuo no surge tanto de su individualidad como de su pertenencia a una gran comunidad humana, que guía su existencia material y espiritual desde el nacimiento hasta la muerte.
El valor de un hombre para su comunidad suele fijarse según cómo oriente su sensibilidad, su pensamiento y su acción hacia el reclamo de los otros. Acostumbramos a definirlo como bueno o malo según su comportamiento en ese orden. De modo que, a primera vista, parecería que sólo las cualidades sociales determinan el juicio acerca de una persona.
Y sin embargo, esa interpretación no sería justo. Es fácil comprender que todos los bienes materiales, espirituales y morales que hemos recibido de la comunidad se deben a generaciones innumerables de individualidades creadoras organizadas. Uno descubrió un día el uso del fuego, otro el cultivo de plantas alimenticias, otro la máquina de vapor.
Sólo el individuo aislado puede pensar. Desde allí descubrirá nuevos valores y formulará normas morales que sirvan para la vida de la comunidad.
Sin personalidades creadoras que piensen por sí mismas es tan impensable el desarrollo de la comunidad como lo sería el desarrollo del individuo fuera del ámbito comunitario.
Una comunidad sana está pues tan ligada a la independencia de sus individuos como a su asociación dentro de su seno. Se ha dicho con mucha razón que la cultura griego-europea-norteamericana y en particular el Renacimiento italiano, que significó el fin de la paralización cultural de la edad media, se basó en la libertad y en el relativo aislamiento del individuo.
¡Contemplemos ahora la época en que vivimos! ¿Qué ocurre con la comunidad y con la personalidad? La población en los países cultos es extremadamente densa respecto a otras épocas; Europa sola contiene hoy casi el triple de la población de hace un siglo. Pero la cantidad de naturalezas rectoras ha disminuido en gran medida. Muy pocos hombres son conocidos ente la masa por su trabajo productivo. La organización ha suplido en cierta medida a las naturalezas rectoras, sobre todo en el campo de la técnica, pero también en un grado apreciable en el campo de la ciencia.
Especialmente delicada es la carencia de individualidades en el área del arte. La pintura y la música han degenerado y perdido gran parte de su repercusión en el pueblo. En política no solo faltan dirigentes sino que la independencia espiritual y el sentido de la justicia de los ciudadanos ha disminuido. La organización democrático-parlamentaria, que presupone una independencia, ha perdido terreno en muchos sitios; vemos constituirse las dictaduras, que se sostienen porque el sentimiento de la dignidad y de la justicia ya no es tan activo en las gentes. En dos semanas es posible cambiar la opinión de la mayoría y una vez arrastrada al odio y a la exaltación está dispuesta a vestirse de soldado para matar y dejarse matar en defensa de los infames fines de cualquier ambicioso. El servicio militar obligatorio es para mí el síntoma más vergonzoso de la falta de dignidad personal que padece hoy la humanidad. Debido a ello no faltan profetas que auguran un ocaso cercano de nuestra cultura. No formo parte de esos pesimistas. Creo en un futuro mejor. Pero quiero fundamentar esta esperanza.
Los indicios actuales de decadencia se basan, según veo, en que el desarrollo de la economía y de la técnica ha agudizado tanto la lucha del hombre por la existencia que su libre maduración ha sufrido grave daño. Este desarrollo de la técnica exige cada vez menos trabajo humano para liberar a la comunidad de sus necesidades.
Una repartición planificada del trabajo conduciría paulatinamente a la solución de necesidades sectoriales, y ello llevará a una seguridad material del individuo. Esta seguridad, así como el tiempo libre y las fuerzas sobrantes, pueden ser benéficos para el desarrollo de la personalidad.
De ese modo, la comunidad volverá a sanar. Esperemos que los historiadores que vengan puedan interpretar las enfermedades sociales de hoy sólo como males infantiles de una humanidad con ambiciones de superación, originadas sólo por la excesiva rapidez del proceso cultural.

Religión y ciencia

Todo lo imaginado y realizado por el hombre sirve para librarlo de sentimientos de necesidad y para calmar sus sufrimientos. Hay que tenerlo en cuenta si queremos comprender los movimientos espirituales y su desarrollo. Pues sentir y ansiar son el motor de todos los logros humanos, aunque esto parezca demasiado idealista. ¿Cuáles son los sentimientos y las necesidades que han llevado al hombre al pensamiento religioso y a creer, en sentido más amplio de la palabra? Si reflexionamos, caeremos en la cuenta de que en los orígenes del pensamiento y de la experiencia religiosos aparecen sentimientos muy diversos.
En el hombre primitivo es el miedo. Miedo al hambre, a los animales salvajes, a la enfermedad, a la muerte. Debido a que ese nivel de la existencia la comprensión de las conexiones causales suele ser mínima, el ingenio humano se desdobla en entes más o menos análogos, de cuyas acciones o deseos dependen las acciones temidas. Entonces, se da el deseo de captar la simpatía de dichos entes celebrando ceremonias y haciendo sacrificios que, según creencias transmitidas de generación en generación, han de aplacarlos. Estoy hablando de la religión del miedo.
Esta no es creada, pero sí establecida en gran parte por la formación de una casta de sacerdotes que se hace pasar por mediadora entre el pueblo y los temidos entes, y funda posteriormente una supremacía.
A menudo el dirigente, el que gobierna o la clase privilegiada, cuyo dominio mundano se apoya sobre otros factores, incorpora las funciones sacerdotales para su propia seguridad, o bien establece una comunidad de intereses con la casta sacerdotal.
Una segunda fuente de configuraciones religiosas son los sentimientos sociales. El padre, la madre, los dirigentes de las comunidades humanas son mortales y susceptibles de cometer errores. El anhelo de dirección, de amor y de apoyo moral motiva la creación de conceptos sociales, como por ejemplo el concepto moral de Dios. Tal es el Dios de la Providencia, que ampara, dispone, recompensa y castiga. Es el Dios que según el horizonte de los hombres impulsa la vida de la familia, de la humanidad, que consuela en momentos de desgracia y de nostalgia, que custodia las almas de los muertos. Estas son las nociones morales y sociales de Dios.
En las Sagradas Escrituras del pueblo judío se nota la evolución que lleva desde la Religión del Miedo hacia la Religión Moral. Su continuación se llevó a cabo en el Nuevo Testamento. Las religiones de todos los pueblos civilizados, en especial los de Oriente, son en esencia religiones morales. Ha sido un adelantado fundamental en su existencia el paso de las religiones basadas en el temor a las de orden moral, pero al considerarlas debemos evitar ese prejuicio que supone que toda religión primitiva está puramente basada en el miedo, y que toda religión de pueblo civilizado es puramente de tipo moral. Todas son mixtas, aun cuando haya una proporción entre el mayor avance cultural de un pueblo y el predominio en el de la religión de tipo moral.
Lo que iguala a todas estas religiones es el carácter antropomórfico que atribuyen a Dios. Es un estadio de la experiencia religiosa que sólo intentan superar ciertas sociedades y ciertos individuos particularmente dotados. En todas se encuentra un tercer grado de experiencia religiosa aunque casi nunca está tampoco en estado puro. Es la llama Religiosidad Cósmica, difícil de comprender pues de ella no surge un concepto antropomórfico de Dios.
El individuo siente la futilidad de los deseos y las metas humanas, del sublime y maravilloso orden que se manifiesta tanto en la Naturaleza, como en el mundo de las ideas. Ese orden lleva a sentir la existencia individual como una especie de prisión, y conduce al deseo de experimentar la totalidad del ser como un todo razonante y unitario. La Religiosidad Cósmica se puede encontrar incluso en las primeras etapas del desarrollo religioso, por ejemplo en algunos salmos de David y en algunos profetas. El componente de Religiosidad Cósmica está mucho más acentuado en el Budismo, como nos lo han demostrado los magníficos escritos de Schopenhauer. Los genios religiosos de todos los tiempos eran admirables gracias a esta religiosidad que no conocía dogmas ni Dios alguno concebido a la manera del hombre. Y por esto que no puede haber ninguna iglesia cuya enseñanza fundamental se base en la religiosidad cósmica, y también por eso encontramos entre los herejes de todos los tiempos a hombres colmados de ella, considerados muy a menudos idealistas o hasta santos por sus contemporáneos. Hombres como Demócrito, Francisco de Asís y Spinoza está muy cerca unos de otros.
¿Cómo pueden comunicarse los hombres esta Religiosidad Cósmica si con ella no es posible formar un concepto de Dios ni una teología? A mí me parece que tal es la función principal del arte y de la ciencia: despertar y mantener vivo ese sentimiento en todos aquellos que estén dispuestos a recibirlos.
Así llegamos a una concepción no común de las relaciones que vinculan la ciencia con la religión. Pues solemos inclinarnos ante la premisa histórica de que ciencia y religión son dos entes irreconciliablemente antagónicos, y ello a causa de un motivo muy comprensible. Quien este impregnado de la regularidad causal de todos los hechos considerará imposible el concepto de un ente que intervenga en los sucesos del Universo, ya que en la hipótesis de la causalidad no caben ni la Religión del Miedo ni la Religión Social, o sea Moral. Según ella, es impensable un Dios que recompensa y castiga, que presupone que el hombre actúa según compulsiones externas e internas, de modo que no puede ser responsable ante Dios, como no lo es de sus movimientos un objeto carente de vida. Esta es la causa por la que se acusó a la Ciencia de corromper la Moral, una acusación muy injusta. Para que sea eficaz el comportamiento ético de los hombres debe basarse en la compasión, la educación y en motivos sociales: no necesita de ninguna base religiosa. Sería muy triste por parte de la humanidad si sólo se refrenara por miedo al castigo y por esperanza de un premio después de la muerte.
Es comprensible que desde siempre la Iglesia haya combatido la ciencia y haya perseguido a sus adeptos. Pero opino por otro lado que la Religiosidad Cósmica es el estímulo más alto de la investigación científica. Sólo el que puede imaginar los esfuerzos extraordinarios que hacen falta para abrir nuevos caminos a la ciencia, es capaz de apreciar la fuerza del sentimiento que surge de un trabajo ajeno a la vida práctica. ¡Qué fe más profunda en la racionalidad del universo construido, y qué anhelo por comprender, aún cuando fuera sólo una pequeña parte de la razón que revela este mundo tenían que animar a Kepler y a Newton para que fueran capaces de desentrañar el mecanismo de la mecánica celeste con el trabajo solitario de tantos años!
Quien sólo conozca la investigación científica por sus aplicaciones prácticas llegará fácilmente a una concepción falsa del estado de ánimo de los hombres que han abierto el camino de la ciencia. Sólo aquel que haya consagrado su vida a objetivos semejantes posee una imagen viviente de lo que ha inspirado y dado fuerza a estos hombres para que a pesar de innumerables fracasos permanecieran fieles a su objetivo. Es la Religiosidad Cósmica la que da esa fuerza. Un contemporáneo ha dicho y no sin razón que en esta época tan fundamentalmente materialista son los investigadores científicos serios los únicos hombres profundos religiosos.

La religiosidad de la investigación

Difícilmente puede encontrarse un espíritu de investigación científica que carezca de una religiosidad específica, propia. Sin embargo ésta se diferencia de la del hombre ingenuo. Para este, Dios es un ente en cuya solicitud se tiene esperanza, y temor de su castigo -sublimado sentimiento de la relación entre padre e hijo-, un ente con el que se establece, en cierta medida, una relación personal.
Pero el investigador está impregnado por la causalidad de todos los hechos. El futuro no es ni menos importante ni está menos determinado que el pasado. Para él la moral no es una materia divina sino puramente humana. Su religiosidad se apoya en el asombro ante la armonía de las leyes que rigen la Naturaleza, en la que se manifiesta una racionalidad tal, que en contraposición con ella toda estructura del pensamiento humano se convierte en insignificante destello. Este sentimiento es la razón principal de su vida, y puede elevarlo por encima de la servidumbre a los deseos egoístas.
No hay duda de que este sentimiento está muy allegado al que colma los caracteres creadores religiosos de todos los tiempos.
Necesidad de la cultura ética
Tengo la necesidad de desear suerte y éxito a la Sociedad Para la Cultura Ética, en ocasión de su jubileo. Desde luego, no es precisamente el momento de recordar con satisfacción lo logrado en el campo moral durante estos 75 años. Pues no puede decirse que el desarrollo moral del hombre sea más perfecto ahora que en 1876.
Entonces se creía que todo podía esperarse de la aclaración científica de los fenómenos, combatiendo los prejuicios y las supersticiones. Batalla importante que merecía la atención de los más capaces. En tal sentido se ha logrado mucho en estos setenta y cinco años, sobre todo gracias a la difusión a través de la literatura y desde la escena.
Pero que desaparezcan los obstáculos no implica que se haya ennoblecido la existencia social e individual. Junto a tal acción negativa, la búsqueda de una estructuración ético-moral de la vida común es de importancia vital. Aquí no nos puede salvar ninguna ciencia. Incluso creo que la sobrevaloración de lo intelectual en nuestra educación, dirigida hacia la eficacia y la practicidad, ha perjudicado los valores éticos. No pienso tanto en los peligros que ha traído el desarrollo técnico de la humanidad sino en la proliferación de un tipo de mutua falta de consideración, de una manera de pensar matter of fact, que se ha interpuesto como una capa de hielo entre las relaciones de los unos con los otros.
El perfeccionamiento ético y moral es una meta más cercana a las tareas del arte que a las de la ciencia. También es importante la comprensión de los demás. Pero ésta solo da frutos si va acompañada de simpatías y de comprensión. (*)