Siempre me pareció, a pesar del apodo que le se le daba: “smiling”, como una muñequita frágil, etérea que curiosamente llenaba a quien la escuchaba de vigor, de emociones fuertes.
Una niña prodigio; ya desde los cinco años permaneció involucrada con el instrumento que no abandonaría voluntariamente.
Maestros del momento como Rostropovich, Casals, entre los más célebres, poco tenían para enseñarle a su naturaleza violoncelista innata.
Triunfa… No se podía obviar su talento ni permanecer escondido.
Y es cuando al casarse con Barenboim, crean una especie de simbiosis musical que unida tantas veces a Zukerman hizo de este trío uno de los más bellos y compaginados. Aunque ella que siempre le fue fiel a Elgar, acabó siendo la mejor intérprete de sus composiciones.
La vida con sus zarpazos le dijo: “hasta aquí has llegado”. Y es así como sus manos se van debilitando y debe retirarse a los 28 años de los escenarios atacada por ese monstruo que supo dar en la diana: esclerosis múltiple.
No cedió… Su tarea era dejar herederos, músicos que pudieran descubrir su talento. Enseñó hasta el final de sus días, con el violoncelo observándola solo sin sus dedos, sin el roce del arco guiado, con el punto final a los 42 años.